Rebus sic stantibus y Pacta sunt servanda son dos aforismos latinos, de signo contrario, que se encuentran en la totalidad de los ordenamientos del derecho continental. Siendo dos principios que se aplicaban en el viejo derecho romano, lo cierto es que rebus sic stantibus –que podemos traducir como “estando así las cosas”- ha pasado prácticamente desapercibido desde la promulgación del Código Civil en 1888.

Se trata de la posibilidad contemplada por la unánime doctrina y desarrollada jurisprudencialmente -no olvidemos que no existe ninguna norma que lo regule- de reestablecer el equilibrio de las prestaciones que deben cumplir las partes de un contrato, de aplicación cuando, por imprevisibles circunstancias sobrevenidas (no perdamos de vista los dos adjetivos, imprevisible y sobrevenido), a una de ellas le resulta imposible cumplir con alguna obligación.

Decimos que es una fórmula que ha pasado de puntillas durante más de un siglo y no es del todo cierto. Durante la crisis financiera de 2.008 y, en especial en el sector de la construcción, fueron habituales en nuestros Tribunales las solicitudes de aplicación de este principio. No sirvió de mucho. Salvo contadas excepciones, puesto que la aplicación o no de la cláusula debe estudiarse individualmente en función de las circunstancias que rodean al cumplimiento del contrato, fueron sistemáticamente desestimadas las pretensiones de aquellos que alegaron que el estallido de la burbuja inmobiliaria les impedía, por ejemplo, el cumplimiento de los plazos de la entrega de una vivienda, o los del pago aplazado de un precio o, incluso, las mensualidades de los créditos promotores.

A modo de ejemplo, en la Sentencia del Tribunal Supremo, Sala de lo Civil, sec. 1ª, S 05-04-2019, se vino a disponer que una situación de crisis económica no puede introducirse en el vínculo contractual para modificar las condiciones del contrato. Sin embargo, las mismas resoluciones del Tribunal Supremo que, con habitualidad, desestimaron las pretensiones de quien demandaba la aplicación del principio, pusieron negro sobre blanco las condiciones en las que si se podían estimar las mismas pretensiones. Como si el Tribunal Supremo hubiese anticipado la una crisis sanitaria, los requisitos jurisprudenciales exigidos se corresponden, exactamente, con las circunstancias en las que hoy se encuentran una pluralidad de contratos en tiempos de epidemia.

Cualquier lector prudente de estas líneas observará escenarios en los que la crisis del coronavirus puede haber provocado un incumplimiento contractual. Y podrá afirmar con razón que este incumplimiento no será culpa de la parte incumplidora, puesto que responderá al supuesto típico recogido por la jurisprudencia, recordemos, un hecho imprevisible y extraordinario que altere el equilibrio de las prestaciones del contrato. No se trata de que las expectativas de una parte, en el momento de la firma de un contrato cualquiera no fueran sensatas -no se trata de ignorar ni de eludir el riesgo que todo contrato conlleva-. Se trata de algo más objetivo, más identificable, más peligroso e ineludible. La epidemia inicial del virus se ha convertido en una pandemia global, configurándose como un elemento imprevisible y excepcional, no solo por ser absolutamente inusual, sino también por la terrible intensidad de sus consecuencias.

Serán, por ejemplo, manifiestos los incumplimientos en los viajes combinados, o en los pasajes de las aerolíneas, así como las reservas hoteleras. Serían supuestos típicos de fuerza mayor. Del mismo modo, se multiplicarán los incumplimientos de un tipo de contrato, el de arrendamiento. Bien sea por la propia enfermedad, que hubiera impedido el desarrollo de una profesión, bien por verse el inquilino afectado por un expedientes de regulación de empleo o despidos, o bien por simple imposibilidad de desarrollar la actividad tras las medidas de confinamiento o cierre de actividad no esencial acordadas por el Gobierno de la nación. Pero no debemos ceñirnos a esos. Será, como no, de aplicación habitual el principio a los contratos de leasing, especialmente inmobiliarios, de autónomos y empresas, a los contratos de suministro y las prestaciones de servicio siempre que se trata de contratos suscritos a largo plazo y siempre que sean de tracto sucesivo. No tendremos una lista de contratos en los que resulte de aplicación, puesto que hablamos de un principio que, por su propia naturaleza, se podrá invocar en toda suerte de relaciones contractuales.

Para concluir, diremos que la aplicación de este principio no supone el quebrantamiento de otro más habitual, pacta sunt servanda, que implica el compromiso con la palabra dada o el principio de conservación de los contratos. No cabe duda de que el afectado en el cumplimiento de las obligaciones por el virus, pretendía cumplir, pero la ajenidad y la imprevisibilidad de la pandemia le impide hacerlo como se plasmó en el contrato. En esos casos, y siempre bajo la exigencia mínima de la buena fe, cabe exigir una revisión de los acuerdos de conformidad con el cambio operado.

Javier Val Fernández
Abogado.